Cuando lo conocí, hace diez años, Xavi Font aún trabajaba en un bano. Pero eso lo supe después, cuando ya fuéramos cabo de él y de su camarada Arturo Vaquero para pedirles que compusiesen la sintonía de un nuevo programa de la radio pública.
En el audiovisual gallego ya empezaba a correr la voz de su habilidad como creadores de identidades sonoras y ellos aceptaron discurrir la música de presentación de nuestra criatura, por aquel entonces aun imaginaria y gaseosa. La cabecera de un espacio radiofónico lo define de una manera inapelable y necesitábamos que imaginasen por nosotros como sonaba el programa que queríamos hacer. No teníamos una historia para vestir, ni un producto que vender, ni imágenes que acompañar. Sólo un tono, una atmósfera, un estado de ánimo que resultaban un poco ridículos, y casi siempre contradictorios traducidos a palabras. «Será rompedor pero inclusivo!», «contemporáneo y atemporal», «valdrá para ir de fiesta y despertar con resaca!». La sinestesia tampoco ayudaba: Verde? Ácido? A qué huelen las nubes?
Si hablar sobre música es como bailar sobre arquitectura, como describir siquiera una secuencia de sonidos que aún no existe? Aun por encima, apasionados por la músicas pero analfabetos del solfeo, ni siquiera disponíamos de vocabulario sobre texturas sonoras, paletas tímbricas y demás jerga técnica para cazar semifusas. Aun no sé como Xavi y Arturo consiguieron explicarnos con sonidos nuestro propio programa, ni cuanto ayudaron nuestras indicaciones confusas y torpes. Sospecho más bien que la música empezó a sonar casi por ósmosis, mientras nos acompañaban en ese proceso fascinante y exasperante que es echar a andar un proyecto. Cuestión de empatía. «Y dices que este hombre trabaja en un banco?!».
Un médium, y también un médium musica, debe ser capaz de distanciarse de sí mismo y Xavi parecía un maestro del arte del extrañamiento: el músico que buscaba sonidos para otros era también un artista que se ganaba la vida en la banca, un catalán afincado en Galicia, un indie que leía… a Vila-Matas, y que incluso lo convirtiera en canción en Canción del extrajero siempre: «Prefiero la libertad a la propiedad / tras otra nacionalidad / hasta perder la identidad»). Es necesario mucho desdoblamiento para transmutarse sucesivamente y crear los hits de una banda de adolescentes, hacer rumbear a Hugo Silva, ponerles banda sonora a muñequitos de látex, personajes del siglo XVIII, una ama de casa que escribe o al día después del apocalipsis; para musicar amores, venganzas, nostalgias, terrores, fantasías o leche pasteurizada. Sin contar las naciones para sobrinos y el repinicar de las campanas de Bellpuig.
Tiene mucho mérito tanta metamorfosis, porque para Xavi Font, como para muchos y muchas que nacimos en los setenta y fuimos «jóvenes» en los noventa, -como dirían Os da Ría-, primero fue el pop, que papamos de forma obsesiva desde la pubertad bajo sus diversas advocaciones. Tres minutos de estrofa-estrofa-estribillo que produjeron creaciones más majestuosas que ninguna catedral pero también epidemias de narcisismo que nos predispujo al culto a la personalidad, al viaje interiro y a mitificar la expresión individual, y que algunos culpan en parte de que a estas alturas de la socialdemocracia volvamos a estar pequeños y desarmados. Xavi estuvo años escribiendo e intepretando canciones exquisitas y emocionantes de pop electrónico intimista, pero serían el cine y la televisión quienes le permitiesen ejercer la extranjería, convertirse en los otros músicos que también es, que pudo ser, en otro tiempo, lugar o circunstancia: ponerse barroco, liderar una orquesta, hacer música gallegoporteñofrancesa o arreglar piezar para un coro infantil.
Pensar en la música como herramienta para un bien superior, la película, debe tener sus peajes y frustraciones, más allá de las ya citadas dificultades de comunicación, la identidad reprimida, los plazos insuficientes, los presupuestos continuamente bajos y la paciencia imprescindible para aguantar a maríasantísima opinando que ahí venía bien meterle unas maracas o unas voces búlgaras. otro enemigo, que padecemos directamente las espectadoras y espectadores, es la fórmula. Los defectos perniciosos de los scores clichés ya se dejan ver en nuestra vida cotidiana y los programas electorales llevan música de pelis de gladiadores y las bodas suenan como el naufragio del Titanic. Desde la butaca bien podríamos dirigir mentalmente nuestra propia sinfónica para acompañar tópicamente una batalla, una escena de sexo o la llegada de los marcianos. Y no hay mayor acto de rebeldía en unos multicines que negarse a llorar cuando el soundtrack porfía en complot con las imágenes para meternos el dedo en el ojo. Pero como siempre, la principal lucha se pelea contra uno mismo, en soledad, en el estudio en el que el extranjero madruga para hacer «de tus sensaciones un acordeón».
Una década después de aquel encuentro en las ondas, Xavi ya hizo la música para decenas de producciones audiovisuales, ganó un Mestre Mateo, fue candidato al Goya, trabajó con Philip Glass y prepara la educación musical de una niña. Ya hace años que dejó el banco, pero espero que algún día sepamos que música le escribiría a una caja de ahorros o a la crisis financiera. Si puede ser, que pierdan los malos y que la peli acabe con buenos silbando.